El 1 de noviembre es la solemnidad litúrgica de Todos los Santos. Se trata de una fiesta cristiana, que al evocar a quienes nos han precedido en el camino de la fe y de la vida, gozan ya de la eterna bienaventuranza.
En este día celebramos a todos aquellos cristianos que ya están en el cielo, hayan sido o no declarados santos o beatos por la Iglesia. De ahí, su nombre: el día de Todos los Santos.
Los santos son siempre reflejo de la gloria y de la santidad de Dios. Son modelos para la vida de los cristianos e intercesores, por lo que son dignos y merecedores de culto y veneración.
El día de Todos los Santos es una oportunidad para recordar la llamada a la santidad presente en todos los cristianos desde el bautismo. Es ocasión para hacer realidad en nosotros la llamada del Señor a que seamos -santos- como Dios, nuestro Padre celestial, es santo.
La santidad no es patrimonio de algunos pocos privilegiados, es el destino de todos, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos a quienes hoy celebramos. La santidad se gana, se logra, se consigue, con la ayuda de la gracia, en el quehacer y el compromiso de cada día, en el amor, en el servicio y en el perdón cotidianos.
El día de Todos los Santos nos habla de que la vida humana no termina con la muerte, sino que se abre a la luminosa vida de eternidad con Dios. Y por ello, al día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, el 2 de noviembre, conmemoramos a los difuntos y es día de oración y de recuerdo hacia ellos.
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